sábado, 20 de febrero de 2016

PATIO DE CIENCIA DULCE

- Por: Malicia Enjundia-

Ilustración: Jenny Valencia
I. La Selva capitalina
Volar, volar y trasegar las nubes como si fueran mares de algodón, atravesar una Colombia que es tan fría como caliente, tan llana como tan montañosa, tan tropical y rumbera como helada y apacible. Volar por las nubes y ver desde arriba un tendido selvático donde parece que no viviera humano alguno, aterrizar en Leticia, saberse en el Amazonas, escuchar  el corazón latir más rápido, presentir el encuentro con una América Indígena que guarda el secreto de los tiempos.

Es 5 de marzo de 2015. Los árboles de Leticia tienen formas tan diversas como las nubes de su cielo. Sobre las calles largas predomina la vegetación por encima de las construcciones, por eso es mejor caminarla, escuchar los sonidos cósmicos de las ranas a la media noche, encontrarse ventas ambulantes de tamales a tres mil pesos y de arroz con pollo a mil, comprarse un jugo de copoazú en cualquier esquina.  Es la capital de la selva y también hay bancos, puestos de chance, almacenes de ropa, salas de internet, restaurantes, hoteles más lujosos y hostales para mochileros, moto taxis en las que el pasaje es más costoso que un bus urbano en otra ciudad.

 Junto al  malecón  está la quebrada de los lagos de “Yahuarkk”, y en toda la mitad de las aguas la isla “Fantasía”,  un caserío de madera rodeado por algunos árboles, en invierno las casitas se ven como flotando porque el agua tapa la superficie de la tierra. Desde ahí se desemboca al río y se va a Santa Rosa y Tabatinga, las dos poblaciones de Perú y Brasil. Los habitantes de marcados rasgos Ticunas son vendedores de Farinha y frutas exóticas  como el arazá. Al frente está la plaza   de mercado municipal “Tour de las Octavas” que tiene como protectora a la Virgen del Carmen, hay  cantidades de racimos de plátano, hierbas medicinales, comidas típicas como un pez pirarucù asado, ají negro hecho de jugo de yuca fermentada y casabe… nada es como  en otras ciudades, los chontaduros son tres veces más grandes, el fruto de las guanábanas más cremoso, el jugo de los lulos más espeso.  

 Foto: Jenny Valencia

En el  puerto los “Taxistas del río” conversan mientras descansan al final de otra jornada, son los tripulantes de las embarcaciones “mayores” que tienen techo y cobran 20.000 pesos por persona para trasegar el río hasta las fronteras, o remadores de las embarcaciones “menores” como Javier Panduro Yumbatù, quien  tiene 21 años, vive en Fantasía y asegura mientras el sol expande su reflejo dorado sobre los cielos Amazónicos: 
“Navego desde la eterna edad porque esa es nuestra costumbre. Antes estudiaba, pero me gustaba más navegar el río, y aquí estoy…”

Bajo las aguas caobas  del río Amazonas, que se extiende por más de 6.600 kilómetros,  lo cual lo hace la cuenca hidrográfica más grande del planeta, que cubre el 40% de Sur América y recibe más de mil afluentes de ocho países del sur del continente, habitan el mayor número de peces de agua dulce del mundo entero, animales mitológicos como la Anaconda, poderosa madre infrarreal de los animales, y seres de leyenda como los Delfines Rosados, seductores acuáticos que se llevan a las mujeres hasta el fondo de este inmenso afluente cuya metáfora más precisa es la de una serpiente, pues su superficie corre como una gran culebra de agua, dorada, escamada y poderosa.

La corriente del Amazonas es basta, y  embarcaciones grandes y pequeñas  navegan desde la quebrada Yahuarkk en  Leticia hasta desembocar en el gran río,   el cuerpo de los tripulantes se balancea, hay una sensación de vuelo, las canoas dejan estelas sobre la superficie,  pasan  cerca de las islas de Rondinha y Santa Rosa en el Perú y van  hasta el puerto brasilero de la población de Tabatinga.
Sólo diez minutos de navegación y cambian el idioma y el calor que expele la tierra  de cada nación. En el puerto hay balsas pequeñas y barcos de mediana estatura que viajan hasta Manaos,  población de Brasil que queda a cuatro días. Sobre la pequeña plaza de mercado del muelle los nativos venden pescados y frutas. A las 10 de la mañana  ya la cachaza rueda entre los habitantes que escuchan zamba, un hombre bebe un trago y le saca a una mujer el seno de la blusa para chupárselo frente a todo el mundo, al ver la escena un turista sonríe y exclama con furor: “¡Estamos en Brasil!”.

Desde el balcón de una cervecería se observa la plenitud del río,  los tragos helados de cerveza “Taipava” son propicios para el sol lacerante que tuesta el pellejo. Una casa barco azul apodada “Frigorífico flutuante Ronaldo” flota sobre la orilla,  las canoas lucen desde la distancia como tenues rayas que trasiegan el  afluente caoba de aguas bastas e imponentes que remontaron de vuelta a Colombia en los años 20’s las tribus indígenas que huyeron de la esclavitud de la cauchería y cuyas voces sobrevivientes aún laten ocultas en el anonimato de la historia.   

 Unos pasos más allá empieza la “Avenida da Amizade”, una calle despavimentada, poblada de supermercados, pequeños restaurantes y negocios de ropa. Sobre un estante de un supermercado están acomodados los tarros plásticos de 500 mililitros de “Cachasa Corote” que se vende a 2.5 reales y “Cachaza 51” de 6.0 reales.  Al recorrer  esa larga avenida tomando cachaza, con un sol tres veces más caliente que el del trópico caleño, los letreros y voces en portugués dan la sensación de estar muy lejos de Colombia.
 Foto: Jenny Valencia

Son las 12 del mediodía, por la “Rua Santos Dumont”  del barrio “Dom Pedro” hay peluquerías y tiendas hasta el quiebre de la Avenida  “Pedro Teixeira”, la que lleva derecho a Leticia, en sus largas aceras  se encuentran  la plaza de mercado indígena de Tabatinga llamada  “Feria Provisória dos Ticunas”;  restaurantes  donde los  comensales, según su apetito, llenan y pagan  platos con feijoada, chorizo, pescado apanado, purés con remolacha, farinha, papas fritas y  arroces de colores. Unas cuadras más allá está  la “Mansao do chocolate” donde venden dulces, cosméticos, cafés y licores típicos de Brasil; después  la “Universidade da Amazonía”  y  la frontera  donde prestan guardia los policías federales. Allí,  Colombia, Brasil y Perú son las tres partes de un trapecio cuyas fronteras desaparecen cuando aparece el rostro de un indígena Ticuna.

Foto: Jenny Valencia

II.          Los Ticunas: cuerpos que se rehacen
Foto: Jenny Valencia

Los indígenas Ticunas son un pueblo que rompe fronteras entre Brasil y Colombia. Es usual encontrarlos navegando el río, o caminando las calles de Leticia o Tabatinga hablando portuñol. Son la etnia predominante de la Amazonía que come Pirarucú, arroz, casabe, yuca, ñame, chontaduro, wama, plátano, ají, farinha, masato, copoazú, arazá, pato, semillas…
Son las 7:30 de la noche. En el parque de los loros de Leticia bandadas de aves vuelan formando figuras transversales de un árbol a otro y cantan por encima de las estatuas totémicas y antropormorfas que se alzan junto a las bancas. Entre los transeúntes predominan  los rostros indígenas  cuyos rasgos aborígenes salvaguardan los genes ancestrales de una América Ticuna que cree en la energía vital que mueve y crea todo, como lo asegura el nativo Adel Santos mientras observa la euforia de los turistas y toma Chuchuguaza, el licor típico de la región que se extrae de la corteza de un árbol y se bebe para mantenerse despierto:
“Nosotros los Ticunas somos un polvo de nada en este universo. Todos los cuerpos siempre se están creando.”
 Adel  toma una libreta, un lapicero y escribe:
üüne
“en nuestra lengua significa cuerpo que se rehace, el universo contiene la energía cósmica que todo lo rehace, nuestro cuerpo se renueva, estamos eternamente naciendo”
Once kilómetros más allá, en el corazón de la selva,  sobre el fogón de leña de la maloca de Walter,   hierbe una ollada rebosante de machucado de Yagé con hoja de Chakruna.

III.  Patio de ciencia dulce

Foto: Jenny Valencia

Entre 1879 y 1945, durante el auge de la cauchería liderada por el empresario peruano Julio César Arana, enviaban tropas a la selva para sacar a los indígenas colombianos de sus territorios, llevarlos a otros lugares del trapecio amazónico y obligarlos, bajo pena de tortura y muerte, a pasar largas jornadas explotando árboles de caucho para exportar goma a Inglaterra. La etnia Indígena Muruy, proveniente del departamento colombiano del Caquetá, fue esclavizada y exterminada al igual que otros pueblos como el Yagua, el Cocama o  el Andoqui.

Al término de la barbarie las familias sobrevivientes intentaron regresar a sus lugares de origen. La migración reunió a  varias de ellas en nuevos territorios de la Amazonía colombiana, allí  recibieron nuevos nombres como  “Nonuya” y “Huitoto”. Hoy, 60 años después, estas  comunidades  indígenas son un testimonio viviente de aquél  éxodo aborigen, provocado  por el  pensamiento babilónico que aún mutila la selva para extraer minerales como el níquel y el cobalto, pero que no ha podido borrar los mitos, leyendas, costumbres y demás huellas intangibles que dejaron los espíritus ancestrales de sus abuelos, caminantes de los senderos sagrados del Yagé.


Los Murui: un pueblo clandestino.
En el bosque tropical más extenso del mundo, hábitat terrestre y acuático, albergue del 10% de todas las especies mundiales, casa de floras y faunas exóticas y en peligro de desaparecer, entre los 30 millones de personas y los 350 grupos étnicos que la habitan, a once kilómetros de Leticia, donde los árboles se erigen como guardianes gigantes de la selva espesa,   viven los 1800 habitantes de la comunidad multiétnica del río Tacaná: los Ticuna, los Cocama y los Huitoto, a estos últimos, que son remanentes de diversas familias aborígenes cuyos nombres originarios fueron agrupados bajo el término Huitoto, pertenece la familia indígena Murui, una etnia sobreviviente de la época de la cauchería cuyo mito, historia y prácticas curativas no figuran en la historia oficial de una Colombia que lucha por conservar sus patrimonios culturales.

Es 8 de marzo de 2015. Son las diez de la mañana. Las primeras malocas de la etnia Murui están cerca de la carretera principal. Ha llovido la noche anterior y el pequeño sendero que introduce a la selva está embarrado.  Walter, el médico tradicional de la comunidad, se mese sobre la hamaca colgada en la maloca de su tío el sabio Nicanor, la suya está al frente. Es un hombre de baja estatura, acuerpado, tiene largas las uñas de las manos, sus ojos rasgados miran con nobleza y picardía,   chupa pepas de guama mientras habla,  en sus palabras intenta levantar la historia de los suyos, hace el  relato de una esclavitud en la que murieron muchos de sus abuelos, en la que perdieron su nombre y su territorio originario:

El nombre Huitoto hay que borrarlo, es un apodo que nos colocaron los antropólogos, nosotros realmente somos Murui de la lengua Bue. Nos encontramos en el trapecio amazónico pero no es nuestro territorio ancestral, que  está entre Putumayo y Caquetá, en ese  centro del departamento del Amazonas donde está ubicada toda la tradición de la coca, el tabaco y la yuca dulce. Somos huérfanos de nuestros ancestros.  Nuestros abuelos vivieron la peor desgracia de la vida que se ha podido existir en nuestra historia. A ellos los sacaron de nuestro territorio, en ese entonces estaba el pueblo Murui, el Muina, el Andoqui, el Ora, el Nomuña, el Ocaina, el Muinan.  Colombia pasaba un momento muy difícil por la guerra de los Mil Días, por la pelea entre conservadores y liberales, entonces ese señor Julio César Arana aprovechó ese momento para hacer sus atrocidades con nosotros, pues  tenía apoyo del gobierno y del ejército, tenía un poco de soldados que  mandaron para el monte;  y nos encontraron a nosotros...
     Fue la esclavitud más atroz. Cogían a los niños y les enseñaban a hablar español para que le contaran a Julio César Arana lo que estaban hablando los abuelos en paisano, también  castigaban y violaban a la mujeres y a las niñas, tenían una jaula donde echaban al hombre o a la mujer que no cumplía con los 50 kilos de caucho que tenía que sacar, si traía por ejemplo 30 kilos le cogían al niño más pequeñito y lo metían a la jaula para que el perro lo destrozara, o se los soltaban en el aire a los caimanes. A los niños menores de un año les habrían un hueco en la tierra, los dejaban sentaditos y si lloraban mucho de una patada les arrancaban la cabeza, castigaban a las mujeres a morirse de hambre, les daban látigo a los hombres y les echaban agua y sal en la herida, los colocaban en el cepo, los moscos ponían  huevos en sus heridas y ellos del hambre se comían el gusano que les salía.
Las cosas fueron agravándose hasta que un sacerdote inglés al que echaron de la iglesia por defender a los indios, ya que sabía lo que Julio César Arana estaba haciendo,  se fue al monte para ver lo que estaba pasando y denunció, entonces  Julio César Arana se llevó a los que tenía de esclavos para el Perú…

Cuando pasó el conflicto entre Colombia y Perú por Leticia, que duró mil días, el gobierno colombiano hizo soberanía y  nuestros abuelos que en ese entonces eran niños y los que eran sus abuelos dijeron: “no somos peruanos, vamos a regresar otra vez a nuestra tierra”. Pero tenían temor de regresar por la selva porque los iban a coger otra vez de esclavos, entonces hicieron su canoa  y se vinieron río abajo por el Amazonas.
Foto: Jenny Valencia

Cuando llegaron a Leticia miraron la bandera de Colombia y  se dieron cuenta que llegar hasta las bocanas del río Putumayo y volver a subir era un viaje suicida, así que dijeron: “nosotros nos quedamos acá”. Por esa razón nosotros los Muruy nos encontramos en este territorio que tradicionalmente es del pueblo Ticuna, Cocama y Yagua, el trapecio Amazónico, tres culturas diferentes…. Entonces ya cuando llegaron los abuelos acá nos tocó que hacer una alianza tradicional con los Ticuna para que por medio de la espiritualidad ellos nos aceptaran vivir acá, porque para nosotros como indígenas es muy importante la espiritualidad y somos muy protectores territorialmente, parte de la Tierra es la esencia de la vida de nosotros y es lo que se cuida, por eso nos tocó hacer la alianza para que el espíritu de los abuelos Ticunas, Cocama y Yagua no afecten la convivencia de nuestro pueblo. Desde ahí nosotros estamos y hoy en día se llama Resguardo Ticuna- Huitoto desde el kilómetro 6 hasta el kilómetro 22, al fondo limita con Brasil. El nombre tradicional de nuestra comunidad es “Nomaira” que traducido al español quiere decir “Patio de Ciencia Dulce”.

Por más que vivimos la guerra y la esclavitud donde mataron muchos de los abuelos tradicionales de nosotros, y a pesar de la tecnología, pervivimos aquí y mantenemos nuestra identidad cultural por parte de la medicina tradicional, después de que llegaron acá  los abuelos que fueron esclavos,  empezaron a emigrar otros abuelos del territorio, construimos nuestra maloca y pusimos en práctica nuestros bailes tradicionales y todo el conocimiento.

  Nuestra música viene de origen. El Mobuinaima para nosotros lo es todo, nuestro dios. Al comienzo esta Tierra era una mujer y aquí vivían  dos hermanos: Mobuinaima que era muy bueno  y Jutsiñamo que era muy malo y es un dios también muy poderoso.

Un día Mubinaima le dijo: “Hermano, yo voy a conseguir a mi mujer”, y  Jutsiñamo se fue adelante,  dejando estériles a todas las mujeres, haciéndoles la maldad para que no estuvieran con el hermano, es lo que hoy en día  conocemos como los otros planetas que son estériles.

Cuando  llegó Mubinaima,  miró y dijo: “¿Pero por qué mi hermano está haciendo esto?, yo para qué una mujer estéril”, pues supuestamente uno se consigue una mujer es para que tenga hijos.
Pero Jutsiñamo no pudo dejar estéril el Amazonas, le prendió candela pero no la dejó estéril, y cuando Mubinaima vio que estas tierras  tenían vida, como era muy poderoso las enfrió, recogió toda la candela  y la escondió en el corazón del planeta. De ahí arregló a la tierra bien bonita y empezó a sembrar toda clase de comida, ahí es de donde sale nuestro primer baile, del Yuak+, el baile de frutas, tiene que ver con lo que es la abundancia, ahí es donde se habla de consejos, de disciplina, de formación, de comida, de curación. ¡Todo!…
Mobuinaima sembró toda clase de árboles medicinales, frutales comestibles,  venenosos, espinosos, rasquiñosos;  unos para curación y otros para defensa. Entonces con eso y su mujer la Tierra, que en mi lengua se llama “Eiño”, dijo: “Tengo mucha comida, ahora vamos a hacer nuestros hijos” porque nadie se va a poner hacer hijos sin tener qué comer.

Allí en la chorrera, donde queda nuestro territorio tradicional, hay una cueva que es como la vagina de la madre tierra, se llama el “Comaimabó”, el hueco de nacimiento de la humanidad. De ahí, en la noche, sacó Mubinaima los clanes de cada animal. Y en medio de eso le salió un escarabajo al que le tiró y le quedó la cabeza enterrada en la tierra. Fue entonces cuando Mubinaima sintió el calor de esa mujer Tierra y empezó a escarbar hasta que llegó otra vez al centro y se robó la candela.
Nosotros mientras tanto estábamos aquí, criándonos en forma de animales; aves e insectos, desde el más pequeño hasta el más grande, animales de acuerdo a las especies de los árboles. Ahí todo era puro poder, éramos casi dioses, no como hoy en día que somos muy ordinarios. El sol,  la luna y las estrellas vivían con nosotros, y nos alborotamos. Entonces mientras Mubinaima buscaba la candela,  acá  había  una guerra entre animales.

   Cuando Mubinaima se dio cuenta, dijo: “¿Que está pasando con estos muchachos? Ellos se volvieron muy tremendos, los voy a separar”.  Pero cuando salió de allá vio que una parte nos habíamos convertido en humanos, entonces nos miró,  y dijo: “¿Y qué pasó con mi gente?”.
 Otro grupo que se había quedado  como animales buscaron la forma de vengarse de nosotros porque tenían envidia, entonces nos enviaron aires de locura y discordia para hacernos enfrentar , de ahí nace la desobediencia y por eso la espiritualidad para nosotros es bien sagrada y antes de juzgar a una persona por sus hechos, miramos qué le pasa en su espíritu para que se comporte así… de ahí viene nuestro segundo baile, el Sutk+, para nombrar el espíritu de esos animales, para que  se calmen, por eso es que nuestro canto es de curación y viene con la historia de la creación, y ya no se pueden modificar las letras.

Al no poderse vengar de nosotros los humanos, los animales quedaron bien dolidos y empezaron a mandarnos enfermedades por medio del aire, ahí nace nuestro tercer baile, el Menisa+, el de la charapa o la tortuga porque es un animal que come toda clase de frutas hasta en descomposición,  ¡y no se enferma la desgraciada!...
Mubinaima mientras tanto seguía cuidándonos, hasta que todos los animales hicieron un consejo y a cada uno le preguntaban: “¿Cuál es su poder?”, y ninguno hablaba, hasta que  la Boa dijo:
-         “¡yo manejo viento y manejo rayo!”,
-        “Usted tiene que ir a acabar con todos los humanos!”,  le contestaron.
 Ella se fue a la cabecera del río  y como cuando quiere vive en la tierra o en el agua, y cuando le da su cacería manda viento, trueno o rayo porque es un animal muy poderoso, pues desde allá se vino haciendo estragos. Luego se devolvía a la cabecera del río y defecaba, y todo el que tomaba agua del río se moría, ella lo mataba por hacerle la maldad nada más, y así venía hasta que llegó donde nosotros, a la maloca de los Muruy que era una mujer bien hermosa,  porque para nosotros la maloca es hembra o macho y nunca envejece.
Cuando la Anaconda iba llegando Mubinaima dijo: “¡Aquí ya es suficiente!”, y  bajó, empezó a tejer un canastico pequeñito y sacó unas piedras. Ya la Anaconda venía haciendo relámpago, truenos y lluvia para ver el camino,  Mubinaima ya estaba bien acomodado encima de la maloca y cuando alumbró el relámpago  alcanzó a ver las escamas de la Anaconda y le mandó un rayo, el animal se partió en tres pedazos, ese es el baile del Yadiko, el baile de la Boa.  Cuando su cabeza partida cayó en la tierra nacieron las dantas, del impacto del rayo sobre su tronco nacieron los manatíes, y de la cola nació el Pirarucú.



 Foto: Jenny Valencia
La Pinta
El Yagé es un bejuco marrón y curvilíneo. De su mezcla con diversas plantas como la Chakruna se obtiene una poderosa medicina utilizada milenariamente por los pueblos de la Amazonía,  mapeada en los documentos expuestos en el museo etnográfico de Leticia como una “zona habitada hace 8000 años… las primeras ocupaciones fueron cazadores-recolectores nómadas que se desplazaban por el bosque al ritmo de los ciclos del clima, la flora y la fauna… ”. Cuando los españoles llegaron a las riberas del Amazonas los habitantes de los territorios selváticos eran la comunidad de los Omagua, hoy extinta por completo. Los actuales  asentamientos  tienen cuatro épocas asociadas a sus ciclos de actividades sociales y rituales;  época de veranos y cosechas, de reproducción y de invierno, y época de veranos falsos donde se cosechan las frutas. Su espiritualidad   posee un elemento común,  el pensamiento chamánico  que se basa en la transformación del cuerpo, pues conciben el universo como un espacio en el que todos los seres pueden cambiar su apariencia. En esta transformación el Yagé o Ayahuasca es vital, pues limpia el cuerpo y se cree que transforma a los médicos tradicionales en jaguares para que comuniquen a los humanos con potentes energías espirituales de la selva.   Desde la perspectiva científica, según estudios recientes, el Yagé reprograma el cerebro y ayuda a superar traumas psicológicos severos.

Son las 8:30 de la noche. Me encuentro en esta reserva recóndita del trapecio amazónico,  sentada entre la familia de Walter que me ha invitado a una toma de Yagé negro sin cobrarme un peso, sólo a cambio de que escriba y vuelva para leérselo.
En la maloca se celebran los 60 años de su suegra;  13 miembros de la parentela entre hijos, nietos y sobrinos se sientan alrededor de la anciana en el piso de la cocina. La esposa de Walter acerca una gran olla humeante, sancocho de pato para festejar. El pescuezo para la cumpleañera, los platos  están rebosados, el contramuslo está grueso y sustancioso, el caldo tiene  arroz, vegetales y especias, Walter cuenta chistes,  todos ríen, dos hombres amigos llegan, le estallan dos huevos a la abuela en la cabeza y le riegan gaseosa, traen cerveza y pastel, cantan el feliz cumpleaños, cuentan cuentos, comen, se ven felices.

En el redondel están los 5 hijos de Walter: Katerin Johana de 11 meses , Héctor German de 7 años, Kati Ángela  de 21, Edwin Johani de 12  y Manuel de 17, el que porta la herencia de su tío Nicanor:

Mi  nombre Manuel es de muchos que así se llamaron, traje el conocimiento de un abuelo ancestral y espero que mis hijos o nietos traigan también la sabiduría que heredamos de nuestros padres y abuelos.  Siempre pienso que no necesitamos celular sino cabeza para escuchar al abuelo.   Somos los Hijos del Tigre, con su astucia y su furia. Yo tengo el corazón del Tigre joven y si a los Muruy nos tocan el corazón amargo nos ponemos bravos. Quien haya seguido la herencia del abuelo Nicanor, sus cantos y cuentos, será el próximo cacique de la comunidad. Aquí me dicen “Comona” que en nuestra lengua significa “Abuelo Joven”, pues tengo 17 años pero  soy maestro de cantos como mi abuelo. Un día me fui preguntando conocimientos en muchas partes. Aquí tenemos nuestras propias chagras para cultivar yuca, piña, ñame, plátano, ají y maíz. Comemos casabe y con él hacemos masato. Creemos en el Taife, un animal con pies humanos que come caracoles en los charcos y desvía a la gente del camino en el monte, también creemos en la madre Monte y en el duende. Los sueños nos anuncian cosas y los sabios como mi padre ofrecen el Yagé para que las personas curen, pero no es para todo el mundo.
Mientras hablo con Manuel, Walter se va a la maloca de curación y quince minutos después me invita a entrar. Dentro hay dos hamacas, una mecedora, una butaca y una tinaja con ropa. Él está sentado en el piso, descalzo, vestido de blanco, con un penacho en la cabeza. Adelante  tiene un pequeño crucifijo, tres santos entre los que está el Arcángel San Gabriel, agua de rosas, un sonajero de semillas y un tarro plástico lleno de Yagé, es un líquido oscuro y espeso con una anillo de espuma ocre sobre la superficie. Frente a él hay una estera con una colchoneta encima. Me invita a sentarme, a su lado izquierdo está su sobrino y a mi lado derecho uno de sus hijos, los dos están vestidos de blanco.
Walter nos pasa pañoletas blancas para que nos protejamos la cabeza, coge un pote de talcos y los esparce a nuestro alrededor. Luego se sienta,  me mira y dice:

Ahora vamos a empezar… lo importante es que debe mantener el control del cuerpo, usted va a tener un desdoblamiento, puede que vea imágenes de cuando estaba niña y de toda su vida, imágenes celestiales, colores… si le dan ganas de vomitar, tranquila, avisa para que Manuel la acompañe hasta el palo, usted se agarra, se agacha y le pide al padre todopoderoso que le de fuerzas,  el vómito es la comida en la que viene todo lo malo que necesita botar de su vida. Nosotros usamos el yagé cielo y el yagé rosario para el fortalecimiento espiritual y para el aprendizaje de la carrera, el yagé amarillo para el diagnóstico de enfermedades naturales y artificiales y el yagé negro para curar la brujería,  que es este que vamos a tomar hoy.  Mañana todos tres deben levantarse a las cinco de la mañana para darse un baño, cuidarse de la luz del sol hasta las once y  media y comer solamente sopa y jugos.
Walter le quita la tapa al tarro plástico, sus hijos y él sonríen  ante el sonido de las burbujas fermentadas,  toma una totuma pequeña, la llena de Yagé, la pone sobre el piso,  hace algunas cruces en el aire y reza muy rápido,  luego me la pasa  y me dice que me la beba de un solo trago,  cierro los ojos y me la bogo de un tirón, el líquido me baja espeso por el cuerpo, su sabor  amargo con un dejo dulce me hace estremecer. Después toman su hijo, su sobrino y por último él. Durante los  15 minutos siguientes nos pregunta a los tres cómo nos sentimos, su sobrino dice que ya se siente mareado y quiere vomitar, yo cierro los ojos, estoy sudando frío, Walter apaga la luz, sacude el sonajero y empieza a cantar.
Ilustración: Jenny Valencia

Describir los vocablos de la lengua Bue presentes en el canto de un aborigen Muruy no es fácil, sus sonidos son abstractos, densos y misteriosos. Recordaré  con cada uno de mis poros estas corrientes de energía que me entran por la punta de los dedos mientras Walter canta. De pronto siento que floto por encima de mi cuerpo. Cierro los ojos. En la penumbra aparecen miles de pequeños rombos violetas y fucsias,  los atravieso  hasta el otro lado y veo el rostro de un tigre de colores luminosos que me mira.
Una arcada me devuelve al cuerpo, abro los ojos, llamo a Manuel y de su mano voy hasta el palo, le pido a las fuerzas poderosas de las que me habló Walter que con cada arcada salga todo lo que no necesito. Vomito tres veces y vuelvo a sentarme, el canto de Walter vuelve y me eleva hasta  un espacio oscuro e indefinido,  luego  me llama a su lado, me unta un potaje de olor muy fuerte entre las cejas, me sopla los oídos.
Espirales de luces fucsias y amarillas  se vierten sobre mí, veo recipientes  de cristal con ribetes de oro colmados  de un líquido rosado, la mitad del rostro de Jesús de Nazareth, mis pies con las uñas pintadas de violeta,  un demonio que me acecha.
Ilustración: Jenny Valencia

Salgo al patio, he vomitado unas quince veces, tomo aire y fuerzas a intervalos, miro el cielo estrellado, Manuel me dice que Walter está terminando la última de las tres oraciones  cantadas con las que  invoca a las fuerzas que fluctúan sobre nosotros, a quienes les pide  por el bienestar de quienes estamos allí.

Prenden la luz, los movimientos de Walter dejan estelas de energía traslúcida que trasiegan el aire, me miro las manos, tengo dos izquierdas y dos derechas, las de mi cuerpo y las de mi espíritu. Walter empieza a interpretar mis visiones, a hablarme sobre aspectos de mi vida que en las 12 horas que llevo de conocerlo jamás le he contado, sus palabras me aclaran incógnitas. Me acuerdo del tigre de colores que vi al principio del trance, sus cantos han aliviado mi espíritu.
Cuando amanece camino hacia la carretera para volver a Leticia,  antes de subirme al bus miro una vez más hacia el sendero que conduce al  Patio de Ciencia Dulce,  Walter se despide a lo lejos, su imagen se difumina en la selva espesa.  

Foto: Harold Pardey

miércoles, 3 de febrero de 2016

TIERRA JATE TIERRA NEGRA
-Por: Malicia Enjundia-

Sierra Madre Buritaca, Sierra Mía Tierra Negra,  Sierra Mía Tierra Jate, Tierra Mía Java Sierra, Tierra de Mambe y Poporo, Corazón del Sol hecho Jate, Fuerza de la Tierra hecha Java, canto de Río y  de Mar, Luna Marina,  Isla de Palmera, Sierra Java, Sierra Jate, Ruiseñora Sierra Negra, ¡Cuánto sueño contigo!




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Buritaca, Sierra Nevada de Santa Marta, Colombia. Un río que desemboca en el mar. Río manso y cristalino, piedras que guardan el secreto de los tiempos. Mar de arena plateada, blanca espuma que baña, fuerte ola que sacude y arrebata.
Manzana Ocho. Casa Quince. Una cerca de madera, un corredor con las cosas de un carpintero, una casa humilde, un amplio patio de tierra. En su  centro,  Goksein, el sabio fuego abuelo de los Koguis, arde día y noche, el  Jate Jairo lo alimenta con leña, lo cuida, le pregunta, escucha sus respuestas. Son las 8:30 de la noche del 24 de diciembre de 2015. En silencio y sentados sobre bancas de madera, 4 Hippi Koguis mambean coca junto a un indígena Kogui y su pequeño hijo, soban el Poporo, hablan con Goksein.
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Jate Dueiva Java Abueyo: Nuestro corazón es tu altar

A principios de los años 70´s, cuando las flores soplaron el poder de su aroma sobre los espíritus hippies,  Hernán Sedano, Silfo Murillo y Jairo Vargas  subieron a Taminaka, en  la Sierra Nevada de Santa Marta. Allí murieron los 3 hombres que venían de la ciudad, que se ponían zapatos, que se vestían como los otros, que compraban la ropa y la comida, que vivían en casas de cemento; sin saberlo,  los aguardaba una heredad, un territorio, una palabra, una dinastía indígena que  “civilizó” sus espíritus, y  los hizo guardieros y mensajeros del Padre Sol y de la madre Tierra. Así nacieron los Hippie Koguis; empezaron a caminar descalzos, renunciaron al tiempo acelerado de la urbe, meditaban. Los Mamos que al principio los apartaron y les pidieron que se fueran, luego los adoptaron, les enseñaron a construir sus casas, a sembrar su comida, a fabricar su ropa, a tostar la hoja de coca a la que también llaman Jayo, a intercambiar el mambe como señal de respeto siempre que dos hombres se encuentran, a tejer sus mochilas, a hablar con el Fuego, a cuidar la naturaleza.
“En la Sierra ocurre un intercambio de energías entre quien llega a recargarse y a depositar. Se fluye como la sangre y quedamos quienes recibimos la heredad. Somos herederos de los UAÍ, quienes hicieron una profecía que está dentro del programa de la madre y  de Dios. Recibimos territorio y palabra, debemos activar el Meridiano Corazón”

El Jate está vestido de blanco, los Koguis lo bautizaron Shukasá Yueiva Salabata, lleva un gorro tejido, su mirada es transparente y apacible, las palabras que salen de su boca son reveladoras, cree en Jesucristo redentor de los cristianos como representación del Amor, cree en el Fuego abuelo de los Koguis, cree en la abuela Mar, cree en el Río; traza un círculo de tiza en el patio, junto al fuego, y desde ahí extiende sus manos para saludar a las estrellas.


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Colombianos, franceses, suizos, holandeses y personas de muchas otras partes del mundo se unieron a la familia Hippie Kogui de la Sierra, habían gnósticos, cristianos, krishnas, y todos acudieron al llamado de  la montaña. Sembrar, recoger la cosecha, bendecir el alimento, cocinarlo, alimentarse, doblar la cobija, tender la cama, barrer la maloca, fabricar la propia ropa, atravesar el río, bañarse en él, ofrendar en el mar y  mantener el fuego prendido para espantar a los demonios, hasta que a partir del año 2000 la violencia paramilitar se apoderó del territorio: “Cuando empezó el grupo de los que subimos éramos 138 personas. Algunos se quedaron allá, otros sitios apenas se están reactivando, pues hubo un destierro y  la madre nos recomendó que bajáramos,  y si no haces caso vas para afuera. Una gran parte del combo está en Palomino, Marquetalia, Don Diego, Brasil, Francia… en todo caso, los territorios nuestros están protegidos por la ley de la madre, nos los prestó fue a nosotros y no a ninguna otra tribu para que trabajáramos Dios…”

Los Hippi Koguis ya tienen tres generaciones y Tierra Negra es uno de los territorios asignados a esos herederos de los UAÍ, el camino está frente a la carretera  principal a la que conduce la salida de Buritaca. Es la parte baja de la Sierra, por mucho tiempo los monocultivos y el conflicto armado hicieron de ella un territorio infértil y ensangrentado, hoy, el Jate Jairo y su hijo Itamar han iniciado un proyecto para reforestarla, y garantizar que la humanidad que la habita y la que la visita pueda seguir disfrutando del cristalino río Buritaca que la atraviesa,  de sus plantas curativas como el bejuco, del canto de las aves como la Tangara, del sonido de su propio corazón.
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La involución de la mente humana invita a comunicarnos a través de teléfonos inteligentes para que el humano cultive cada vez menos su propia inteligencia, el humano sensible sospecha que esa es una incomunicación digital,  y busca otras maneras para reconectar lo que el capitalismo nos quitó y que las comunidades indígenas aún tienen: el poder de hablar con la naturaleza. Al igual que sus maestros los Koguis, cada Hippi Kogui mambea Jayo y tiene Poporo, un objeto hecho de calabazo llamado Sugui en lengua indígena, que  representa el sexo del  hombre y el de la mujer, identifica a los mambeadores como cuidadores del planeta,  los comunica con el Padre Sol y la madre Naturaleza, los ayuda a concentrarse;  aprendieron a usarlo en la casa ceremonial Kogui.   
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Itamar tiene 40 años, es hijo del Jate Jairo y la Java Irma, llegó a los 3 años a la Sierra, bajó a los 11, volvió a los 12 y se quedó hasta los 16;  Itamar creció con los indígenas, lo aprendió todo de ellos;  el barro y las piedras del río le orman en los pies descalzos, habla español y lengua Kogui, tiene el pelo crespo, la piel color cobre, los ojos claros. Itamar entra al patio, trae en su mochila las hojas de coca recién recogidas de la planta, las recolectaron una bibliotecaria que está de paso y la cronista de esta historia.  Itamar pone una piedra grande en el fuego, la deja calentar, la extrae y la mete en la mochila, con una mano sostiene la boca cerrada de la mochila, con la otra la coge por debajo, agarra la piedra y empieza a girarla, de la mochila sale un humo denso, las 4 mujeres presentes tocan maracas, durante una hora el humo sube hacia el cielo estrellado, Itamar gira la piedra y cuenta, sus palabras también giran y se remontan al principio de todo:
“En un principio todo era agua, y el agua estaba en todo y el agua lo era todo. Era el Mar y por eso los Koguis bajan a hacerle ofrendas al Mar con sus algodones impregnados de semen. La madre era la que utilizaba el Poporo y les enseñaba a los hijos cómo era todo en el mundo. Un día, uno de los hijos recibió el Poporo mientras la madre le enseñaba a cocinar, y ahí se dieron cuenta que la mujer era más femenina y el hombre más masculino. Desde ahí el Poporo se le entregó al hombre para que trabajara su espiritualidad, y la mujer trabaja en la casa para mantener la fertilidad”
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Son las 10 de la mañana del 30 de diciembre de 2015. El  Jate Jairo acomoda junto al fuego tablillas de esterilla, encima pone un tendido de conchas de la especie  Caracucha que la Java Irma, su compañera, ha recogido de la playa. Tras poner varios tendidos de esterilla y conchas, les prende fuego y pone un ventilador en una punta, el viento sobre las llamas hace que la esterilla se consuma hacia un sentido hasta que queda en cenizas:

“Arriba se hace a una hora determinada, cuando el viento sopla en un sentido preciso, acá abajo toca usar estos artefactos de la civilización”

El Jate sonríe mientras habla. Luego  empieza a extraer las conchas de entre las cenizas, están calientes, ya no son cafés sino totalmente blancas. Las deposita en un cantero de barro, el sol le recalienta la espalda, suda, cuando termina de recoger la Caracucha hecha agua caliente dentro del cantero, lo tapa con un trapo, luego lo cuela, las conchas se han pulverizado y convertido en Nugui, la cal con la que llenan el hoyuelo del Poporo para extraerla de vez en cuando con la punta del zucalo con que se soba el poporo, untar las hojas de coca mascadas, suavizarlas, aflojar el jugo del Jayo y nutrir el cuerpo junto con la manteca de tabaco llamada Nuey, que según cuenta su leyenda,  es una mujer cazadora a la que siempre le gustó escuchar lo que hablaban los hombres y por eso la madre la echó en la mochila.

Mientras cuela la cal, el Jate mira a sus visitantes y con la misma mirada apacible con que los recibió, exclama: “Lo negativo es el diablo y lo positivo es Dios; la tercera entidad soy yo que decido qué es cada cosa”.
 ¡Larga Vida a Tierra Negra, Portal del Corazón Camino!