PATIO DE CIENCIA DULCE
- Por: Malicia Enjundia-
Ilustración: Jenny Valencia
I.
La Selva capitalina
Volar, volar y trasegar las nubes como
si fueran mares de algodón, atravesar una Colombia que es tan fría como
caliente, tan llana como tan montañosa, tan tropical y rumbera como helada y
apacible. Volar por las nubes y ver desde arriba un tendido selvático donde
parece que no viviera humano alguno, aterrizar en Leticia, saberse en el
Amazonas, escuchar el corazón latir más
rápido, presentir el encuentro con una América Indígena que guarda el secreto
de los tiempos.
Es 5 de marzo de 2015. Los árboles de
Leticia tienen formas tan diversas como las nubes de su cielo. Sobre las calles
largas predomina la vegetación por encima de las construcciones, por eso es
mejor caminarla, escuchar los sonidos cósmicos de las ranas a la media noche,
encontrarse ventas ambulantes de tamales a tres mil pesos y de arroz con pollo
a mil, comprarse un jugo de copoazú en cualquier esquina. Es la capital de la selva y también hay
bancos, puestos de chance, almacenes de ropa, salas de internet, restaurantes,
hoteles más lujosos y hostales para mochileros, moto taxis en las que el pasaje
es más costoso que un bus urbano en otra ciudad.
Junto al
malecón está la quebrada de los
lagos de “Yahuarkk”, y en toda la mitad de las aguas la isla “Fantasía”, un caserío de madera rodeado por algunos
árboles, en invierno las casitas se ven como flotando porque el agua tapa la
superficie de la tierra. Desde ahí se desemboca al río y se va a Santa Rosa y
Tabatinga, las dos poblaciones de Perú y Brasil. Los habitantes de marcados
rasgos Ticunas son vendedores de Farinha y frutas exóticas como el arazá. Al frente está la plaza de
mercado municipal “Tour de las Octavas” que tiene como protectora a la Virgen
del Carmen, hay cantidades de racimos de
plátano, hierbas medicinales, comidas típicas como un pez pirarucù asado, ají
negro hecho de jugo de yuca fermentada y casabe… nada es como en otras ciudades, los chontaduros son tres
veces más grandes, el fruto de las guanábanas más cremoso, el jugo de los lulos
más espeso.
Foto: Jenny Valencia
En
el puerto los “Taxistas del río”
conversan mientras descansan al final de otra jornada, son los tripulantes de
las embarcaciones “mayores” que tienen techo y cobran 20.000 pesos por persona
para trasegar el río hasta las fronteras, o remadores de las embarcaciones “menores”
como Javier Panduro Yumbatù, quien tiene
21 años, vive en Fantasía y asegura mientras el sol expande su reflejo dorado
sobre los cielos Amazónicos:
“Navego desde la eterna edad porque esa
es nuestra costumbre. Antes estudiaba, pero me gustaba más navegar el río, y
aquí estoy…”
Bajo las aguas caobas del río Amazonas, que se extiende por más de
6.600 kilómetros, lo cual lo hace la
cuenca hidrográfica más grande del planeta, que cubre el 40% de Sur América y
recibe más de mil afluentes de ocho países del sur del continente, habitan el
mayor número de peces de agua dulce del mundo entero, animales mitológicos como
la Anaconda, poderosa madre infrarreal de los animales, y seres de leyenda como
los Delfines Rosados, seductores acuáticos que se llevan a las mujeres hasta el
fondo de este inmenso afluente cuya metáfora más precisa es la de una
serpiente, pues su superficie corre como una gran culebra de agua, dorada, escamada
y poderosa.
La corriente del Amazonas es basta, y embarcaciones grandes y pequeñas navegan desde la quebrada Yahuarkk en Leticia hasta desembocar en el gran río, el
cuerpo de los tripulantes se balancea, hay una sensación de vuelo, las canoas
dejan estelas sobre la superficie, pasan cerca de las islas de Rondinha y Santa Rosa
en el Perú y van hasta el puerto
brasilero de la población de Tabatinga.
Sólo diez minutos de navegación y
cambian el idioma y el calor que expele la tierra de cada nación. En el puerto hay balsas
pequeñas y barcos de mediana estatura que viajan hasta Manaos, población de Brasil que queda a cuatro días.
Sobre la pequeña plaza de mercado del muelle los nativos venden pescados y
frutas. A las 10 de la mañana ya la cachaza
rueda entre los habitantes que escuchan zamba, un hombre bebe un trago y le
saca a una mujer el seno de la blusa para chupárselo frente a todo el mundo, al
ver la escena un turista sonríe y exclama con furor: “¡Estamos en Brasil!”.
Desde el balcón de una cervecería se
observa la plenitud del río, los tragos
helados de cerveza “Taipava” son propicios para el sol lacerante que tuesta el
pellejo. Una casa barco azul apodada “Frigorífico flutuante Ronaldo” flota
sobre la orilla, las canoas lucen desde
la distancia como tenues rayas que trasiegan el
afluente caoba de aguas bastas e imponentes que remontaron de vuelta a
Colombia en los años 20’s las tribus indígenas que huyeron de la esclavitud de
la cauchería y cuyas voces sobrevivientes aún laten ocultas en el anonimato de
la historia.
Unos
pasos más allá empieza la “Avenida da Amizade”, una calle despavimentada, poblada
de supermercados, pequeños restaurantes y negocios de ropa. Sobre un estante de
un supermercado están acomodados los tarros plásticos de 500 mililitros de “Cachasa
Corote” que se vende a 2.5 reales y “Cachaza 51” de 6.0 reales. Al recorrer esa larga avenida tomando cachaza, con un sol
tres veces más caliente que el del trópico caleño, los letreros y voces en
portugués dan la sensación de estar muy lejos de Colombia.
Foto: Jenny Valencia
Foto: Jenny Valencia
II.
Los Ticunas: cuerpos que se rehacen
Foto: Jenny Valencia
Los indígenas Ticunas son un pueblo que
rompe fronteras entre Brasil y Colombia. Es usual encontrarlos navegando el
río, o caminando las calles de Leticia o Tabatinga hablando portuñol. Son la etnia
predominante de la Amazonía que come Pirarucú, arroz, casabe, yuca, ñame, chontaduro,
wama, plátano, ají, farinha, masato, copoazú, arazá, pato, semillas…
Son las 7:30 de la noche. En el parque
de los loros de Leticia bandadas de aves vuelan formando figuras transversales
de un árbol a otro y cantan por encima de las estatuas totémicas y
antropormorfas que se alzan junto a las bancas. Entre los transeúntes predominan
los rostros indígenas cuyos rasgos aborígenes salvaguardan los genes
ancestrales de una América Ticuna que cree en la energía vital que mueve y crea
todo, como lo asegura el nativo Adel Santos mientras observa la euforia de los
turistas y toma Chuchuguaza, el licor típico de la región que se extrae de la
corteza de un árbol y se bebe para mantenerse despierto:
“Nosotros los Ticunas somos un polvo de
nada en este universo. Todos los cuerpos siempre se están creando.”
Adel
toma una libreta, un lapicero y escribe:
üüne
“en nuestra lengua significa cuerpo que
se rehace, el universo contiene la energía cósmica que todo lo rehace, nuestro
cuerpo se renueva, estamos eternamente naciendo”
Once kilómetros más allá, en el corazón
de la selva, sobre el fogón de leña de
la maloca de Walter, hierbe una ollada rebosante de machucado de Yagé
con hoja de Chakruna.
III. Patio de ciencia dulce
Foto: Jenny Valencia
Entre 1879 y 1945, durante el auge de la cauchería
liderada por el empresario peruano Julio César Arana, enviaban tropas a la
selva para sacar a los indígenas colombianos de sus territorios, llevarlos a
otros lugares del trapecio amazónico y obligarlos, bajo pena de tortura y
muerte, a pasar largas jornadas explotando árboles de caucho para exportar goma
a Inglaterra. La etnia Indígena Muruy, proveniente del departamento colombiano
del Caquetá, fue esclavizada y exterminada al igual que otros pueblos como el
Yagua, el Cocama o el Andoqui.
Al término de la barbarie las familias
sobrevivientes intentaron regresar a sus lugares de origen. La migración reunió
a varias de ellas en nuevos territorios
de la Amazonía colombiana, allí recibieron
nuevos nombres como “Nonuya” y
“Huitoto”. Hoy, 60 años después, estas
comunidades indígenas son un
testimonio viviente de aquél éxodo
aborigen, provocado por el pensamiento babilónico que aún mutila la
selva para extraer minerales como el níquel y el cobalto, pero que no ha podido
borrar los mitos, leyendas, costumbres y demás huellas intangibles que dejaron
los espíritus ancestrales de sus abuelos, caminantes de los senderos sagrados
del Yagé.
Los Murui: un pueblo
clandestino.
En el bosque tropical más extenso del mundo,
hábitat terrestre y acuático, albergue del 10% de todas las especies mundiales,
casa de floras y faunas exóticas y en peligro de desaparecer, entre los 30
millones de personas y los 350 grupos étnicos que la habitan, a once kilómetros
de Leticia, donde los árboles se erigen como guardianes gigantes de la selva
espesa, viven los 1800 habitantes de la
comunidad multiétnica del río Tacaná: los Ticuna, los Cocama y los Huitoto, a
estos últimos, que son remanentes de diversas familias aborígenes cuyos nombres
originarios fueron agrupados bajo el término Huitoto, pertenece la familia
indígena Murui, una etnia sobreviviente de la época de la cauchería cuyo mito,
historia y prácticas curativas no figuran en la historia oficial de una
Colombia que lucha por conservar sus patrimonios culturales.
Es 8 de marzo de 2015. Son las diez de la mañana.
Las primeras malocas de la etnia Murui están cerca de la carretera principal.
Ha llovido la noche anterior y el pequeño sendero que introduce a la selva está
embarrado. Walter, el médico tradicional
de la comunidad, se mese sobre la hamaca colgada en la maloca de su tío el
sabio Nicanor, la suya está al frente. Es un hombre de baja estatura,
acuerpado, tiene largas las uñas de las manos, sus ojos rasgados miran con
nobleza y picardía, chupa pepas de
guama mientras habla, en sus palabras
intenta levantar la historia de los suyos, hace el relato de una esclavitud en la que murieron
muchos de sus abuelos, en la que perdieron su nombre y su territorio
originario:
El nombre Huitoto
hay que borrarlo, es un apodo que nos colocaron los antropólogos, nosotros
realmente somos Murui de la lengua Bue. Nos encontramos en el trapecio
amazónico pero no es nuestro territorio ancestral, que está entre Putumayo y Caquetá, en ese centro del departamento del Amazonas donde
está ubicada toda la tradición de la coca, el tabaco y la yuca dulce. Somos
huérfanos de nuestros ancestros.
Nuestros abuelos vivieron la peor desgracia de la vida que se ha podido
existir en nuestra historia. A ellos los sacaron de nuestro territorio, en ese entonces
estaba el pueblo Murui, el Muina, el Andoqui, el Ora, el Nomuña, el Ocaina, el
Muinan. Colombia pasaba un momento muy
difícil por la guerra de los Mil Días, por la pelea entre conservadores y
liberales, entonces ese señor Julio César Arana aprovechó ese momento para
hacer sus atrocidades con nosotros, pues
tenía apoyo del gobierno y del ejército, tenía un poco de soldados
que mandaron para el monte; y nos encontraron a nosotros...
Fue la esclavitud más atroz. Cogían a los
niños y les enseñaban a hablar español para que le contaran a Julio César Arana
lo que estaban hablando los abuelos en paisano, también castigaban y violaban a la mujeres y a las
niñas, tenían una jaula donde echaban al hombre o a la mujer que no cumplía con
los 50 kilos de caucho que tenía que sacar, si traía por ejemplo 30 kilos le
cogían al niño más pequeñito y lo metían a la jaula para que el perro lo
destrozara, o se los soltaban en el aire a los caimanes. A los niños menores de
un año les habrían un hueco en la tierra, los dejaban sentaditos y si lloraban
mucho de una patada les arrancaban la cabeza, castigaban a las mujeres a
morirse de hambre, les daban látigo a los hombres y les echaban agua y sal en
la herida, los colocaban en el cepo, los moscos ponían huevos en sus heridas y ellos del hambre se
comían el gusano que les salía.
Las cosas fueron
agravándose hasta que un sacerdote inglés al que echaron de la iglesia por
defender a los indios, ya que sabía lo que Julio César Arana estaba
haciendo, se fue al monte para ver lo
que estaba pasando y denunció, entonces
Julio César Arana se llevó a los que tenía de esclavos para el Perú…
Cuando pasó el
conflicto entre Colombia y Perú por Leticia, que duró mil días, el gobierno
colombiano hizo soberanía y nuestros
abuelos que en ese entonces eran niños y los que eran sus abuelos dijeron: “no
somos peruanos, vamos a regresar otra vez a nuestra tierra”. Pero tenían temor
de regresar por la selva porque los iban a coger otra vez de esclavos, entonces
hicieron su canoa y se vinieron río
abajo por el Amazonas.
Foto: Jenny Valencia
Cuando llegaron a
Leticia miraron la bandera de Colombia y
se dieron cuenta que llegar hasta las bocanas del río Putumayo y volver
a subir era un viaje suicida, así que dijeron: “nosotros nos quedamos acá”. Por
esa razón nosotros los Muruy nos encontramos en este territorio que
tradicionalmente es del pueblo Ticuna, Cocama y Yagua, el trapecio Amazónico,
tres culturas diferentes…. Entonces ya cuando llegaron los abuelos acá nos tocó
que hacer una alianza tradicional con los Ticuna para que por medio de la
espiritualidad ellos nos aceptaran vivir acá, porque para nosotros como
indígenas es muy importante la espiritualidad y somos muy protectores
territorialmente, parte de la Tierra es la esencia de la vida de nosotros y es
lo que se cuida, por eso nos tocó hacer la alianza para que el espíritu de los
abuelos Ticunas, Cocama y Yagua no afecten la convivencia de nuestro pueblo.
Desde ahí nosotros estamos y hoy en día se llama Resguardo Ticuna- Huitoto
desde el kilómetro 6 hasta el kilómetro 22, al fondo limita con Brasil. El
nombre tradicional de nuestra comunidad es “Nomaira” que traducido al español
quiere decir “Patio de Ciencia Dulce”.
Por más que vivimos
la guerra y la esclavitud donde mataron muchos de los abuelos tradicionales de
nosotros, y a pesar de la tecnología, pervivimos aquí y mantenemos nuestra
identidad cultural por parte de la medicina tradicional, después de que
llegaron acá los abuelos que fueron
esclavos, empezaron a emigrar otros
abuelos del territorio, construimos nuestra maloca y pusimos en práctica
nuestros bailes tradicionales y todo el conocimiento.
Nuestra música viene de origen. El
Mobuinaima para nosotros lo es todo, nuestro dios. Al comienzo esta Tierra era
una mujer y aquí vivían dos hermanos:
Mobuinaima que era muy bueno y Jutsiñamo
que era muy malo y es un dios también muy poderoso.
Un día Mubinaima le
dijo: “Hermano, yo voy a conseguir a mi mujer”, y Jutsiñamo se fue adelante, dejando estériles a todas las mujeres,
haciéndoles la maldad para que no estuvieran con el hermano, es lo que hoy en
día conocemos como los otros planetas
que son estériles.
Cuando llegó Mubinaima, miró y dijo: “¿Pero por qué mi hermano está
haciendo esto?, yo para qué una mujer estéril”, pues supuestamente uno se
consigue una mujer es para que tenga hijos.
Pero Jutsiñamo no
pudo dejar estéril el Amazonas, le prendió candela pero no la dejó estéril, y
cuando Mubinaima vio que estas tierras
tenían vida, como era muy poderoso las enfrió, recogió toda la
candela y la escondió en el corazón del
planeta. De ahí arregló a la tierra bien bonita y empezó a sembrar toda clase
de comida, ahí es de donde sale nuestro primer baile, del Yuak+, el baile de
frutas, tiene que ver con lo que es la abundancia, ahí es donde se habla de
consejos, de disciplina, de formación, de comida, de curación. ¡Todo!…
Mobuinaima sembró
toda clase de árboles medicinales, frutales comestibles, venenosos, espinosos, rasquiñosos; unos para curación y otros para defensa.
Entonces con eso y su mujer la Tierra, que en mi lengua se llama “Eiño”, dijo:
“Tengo mucha comida, ahora vamos a hacer nuestros hijos” porque nadie se va a
poner hacer hijos sin tener qué comer.
Allí en la chorrera,
donde queda nuestro territorio tradicional, hay una cueva que es como la vagina
de la madre tierra, se llama el “Comaimabó”, el hueco de nacimiento de la
humanidad. De ahí, en la noche, sacó Mubinaima los clanes de cada animal. Y en
medio de eso le salió un escarabajo al que le tiró y le quedó la cabeza
enterrada en la tierra. Fue entonces cuando Mubinaima sintió el calor de esa
mujer Tierra y empezó a escarbar hasta que llegó otra vez al centro y se robó
la candela.
Nosotros mientras
tanto estábamos aquí, criándonos en forma de animales; aves e insectos, desde
el más pequeño hasta el más grande, animales de acuerdo a las especies de los
árboles. Ahí todo era puro poder, éramos casi dioses, no como hoy en día que somos
muy ordinarios. El sol, la luna y las
estrellas vivían con nosotros, y nos alborotamos. Entonces mientras Mubinaima
buscaba la candela, acá había
una guerra entre animales.
Cuando Mubinaima se dio cuenta, dijo: “¿Que
está pasando con estos muchachos? Ellos se volvieron muy tremendos, los voy a
separar”. Pero cuando salió de allá vio
que una parte nos habíamos convertido en humanos, entonces nos miró, y dijo: “¿Y qué pasó con mi gente?”.
Otro grupo que se había quedado como animales buscaron la forma de vengarse
de nosotros porque tenían envidia, entonces nos enviaron aires de locura y
discordia para hacernos enfrentar , de ahí nace la desobediencia y por eso la
espiritualidad para nosotros es bien sagrada y antes de juzgar a una persona por
sus hechos, miramos qué le pasa en su espíritu para que se comporte así… de ahí
viene nuestro segundo baile, el Sutk+, para nombrar el espíritu de esos
animales, para que se calmen, por eso es
que nuestro canto es de curación y viene con la historia de la creación, y ya
no se pueden modificar las letras.
Al no poderse vengar
de nosotros los humanos, los animales quedaron bien dolidos y empezaron a
mandarnos enfermedades por medio del aire, ahí nace nuestro tercer baile, el
Menisa+, el de la charapa o la tortuga porque es un animal que come toda clase
de frutas hasta en descomposición, ¡y no
se enferma la desgraciada!...
Mubinaima mientras
tanto seguía cuidándonos, hasta que todos los animales hicieron un consejo y a
cada uno le preguntaban: “¿Cuál es su poder?”, y ninguno hablaba, hasta
que la Boa dijo:
-
“¡yo manejo viento y manejo rayo!”,
-
“Usted tiene que ir
a acabar con todos los humanos!”, le
contestaron.
Ella
se fue a la cabecera del río y como
cuando quiere vive en la tierra o en el agua, y cuando le da su cacería manda
viento, trueno o rayo porque es un animal muy poderoso, pues desde allá se vino
haciendo estragos. Luego se devolvía a la cabecera del río y defecaba, y todo
el que tomaba agua del río se moría, ella lo mataba por hacerle la maldad nada
más, y así venía hasta que llegó donde nosotros, a la maloca de los Muruy que
era una mujer bien hermosa, porque para
nosotros la maloca es hembra o macho y nunca envejece.
Cuando la Anaconda iba llegando Mubinaima
dijo: “¡Aquí ya es suficiente!”, y bajó,
empezó a tejer un canastico pequeñito y sacó unas piedras. Ya la Anaconda venía
haciendo relámpago, truenos y lluvia para ver el camino, Mubinaima ya estaba bien acomodado encima de
la maloca y cuando alumbró el relámpago
alcanzó a ver las escamas de la Anaconda y le mandó un rayo, el animal
se partió en tres pedazos, ese es el baile del Yadiko, el baile de la Boa. Cuando su cabeza partida cayó en la tierra
nacieron las dantas, del impacto del rayo sobre su tronco nacieron los
manatíes, y de la cola nació el Pirarucú.
Foto: Jenny Valencia
La Pinta
El Yagé es un bejuco marrón y curvilíneo. De su
mezcla con diversas plantas como la Chakruna se obtiene una poderosa medicina
utilizada milenariamente por los pueblos de la Amazonía, mapeada en los documentos expuestos en el
museo etnográfico de Leticia como una “zona habitada hace 8000 años… las
primeras ocupaciones fueron cazadores-recolectores nómadas que se desplazaban
por el bosque al ritmo de los ciclos del clima, la flora y la fauna… ”. Cuando
los españoles llegaron a las riberas del Amazonas los habitantes de los
territorios selváticos eran la comunidad de los Omagua, hoy extinta por completo.
Los actuales asentamientos tienen cuatro épocas asociadas a sus ciclos
de actividades sociales y rituales;
época de veranos y cosechas, de reproducción y de invierno, y época de
veranos falsos donde se cosechan las frutas. Su espiritualidad posee un elemento común, el pensamiento chamánico que se basa en la transformación del cuerpo,
pues conciben el universo como un espacio en el que todos los seres pueden
cambiar su apariencia. En esta transformación el Yagé o Ayahuasca es vital,
pues limpia el cuerpo y se cree que transforma a los médicos tradicionales en
jaguares para que comuniquen a los humanos con potentes energías espirituales
de la selva. Desde la perspectiva
científica, según estudios recientes, el Yagé reprograma el cerebro y ayuda a
superar traumas psicológicos severos.
Son las 8:30 de la
noche. Me encuentro en esta reserva recóndita del trapecio amazónico, sentada entre la familia de Walter que me ha
invitado a una toma de Yagé negro sin cobrarme un peso, sólo a cambio de que
escriba y vuelva para leérselo.
En la maloca se celebran los 60 años de su
suegra; 13 miembros de la parentela
entre hijos, nietos y sobrinos se sientan alrededor de la anciana en el piso de
la cocina. La esposa de Walter acerca una gran olla humeante, sancocho de pato
para festejar. El pescuezo para la cumpleañera, los platos están rebosados, el contramuslo está grueso y
sustancioso, el caldo tiene arroz,
vegetales y especias, Walter cuenta chistes,
todos ríen, dos hombres amigos llegan, le estallan dos huevos a la
abuela en la cabeza y le riegan gaseosa, traen cerveza y pastel, cantan el
feliz cumpleaños, cuentan cuentos, comen, se ven felices.
En el redondel están los 5 hijos de Walter: Katerin
Johana de 11 meses , Héctor German de 7 años, Kati Ángela de 21, Edwin Johani de 12 y Manuel de 17, el que porta la herencia de
su tío Nicanor:
Mi nombre Manuel es de muchos que así se
llamaron, traje el conocimiento de un abuelo ancestral y espero que mis hijos o
nietos traigan también la sabiduría que heredamos de nuestros padres y
abuelos. Siempre pienso que no
necesitamos celular sino cabeza para escuchar al abuelo. Somos los Hijos del Tigre, con su astucia y
su furia. Yo tengo el corazón del Tigre joven y si a los Muruy nos tocan el
corazón amargo nos ponemos bravos. Quien haya seguido la herencia del abuelo
Nicanor, sus cantos y cuentos, será el próximo cacique de la comunidad. Aquí me
dicen “Comona” que en nuestra lengua significa “Abuelo Joven”, pues tengo 17
años pero soy maestro de cantos como mi
abuelo. Un día me fui preguntando conocimientos en muchas partes. Aquí tenemos
nuestras propias chagras para cultivar yuca, piña, ñame, plátano, ají y maíz.
Comemos casabe y con él hacemos masato. Creemos en el Taife, un animal con pies
humanos que come caracoles en los charcos y desvía a la gente del camino en el
monte, también creemos en la madre Monte y en el duende. Los sueños nos
anuncian cosas y los sabios como mi padre ofrecen el Yagé para que las personas
curen, pero no es para todo el mundo.
Mientras hablo con
Manuel, Walter se va a la maloca de curación y quince minutos después me invita
a entrar. Dentro hay dos hamacas, una mecedora, una butaca y una tinaja con
ropa. Él está sentado en el piso, descalzo, vestido de blanco, con un penacho en
la cabeza. Adelante tiene un pequeño
crucifijo, tres santos entre los que está el Arcángel San Gabriel, agua de
rosas, un sonajero de semillas y un tarro plástico lleno de Yagé, es un líquido
oscuro y espeso con una anillo de espuma ocre sobre la superficie. Frente a él
hay una estera con una colchoneta encima. Me invita a sentarme, a su lado
izquierdo está su sobrino y a mi lado derecho uno de sus hijos, los dos están
vestidos de blanco.
Walter nos pasa
pañoletas blancas para que nos protejamos la cabeza, coge un pote de talcos y
los esparce a nuestro alrededor. Luego se sienta, me mira y dice:
Ahora vamos a empezar… lo importante es que debe mantener el
control del cuerpo, usted va a tener un desdoblamiento, puede que vea imágenes
de cuando estaba niña y de toda su vida, imágenes celestiales, colores… si le
dan ganas de vomitar, tranquila, avisa para que Manuel la acompañe hasta el
palo, usted se agarra, se agacha y le pide al padre todopoderoso que le de
fuerzas, el vómito es la comida en la
que viene todo lo malo que necesita botar de su vida. Nosotros usamos el yagé
cielo y el yagé rosario para el fortalecimiento espiritual y para el
aprendizaje de la carrera, el yagé amarillo para el diagnóstico de enfermedades
naturales y artificiales y el yagé negro para curar la brujería, que es este que vamos a tomar hoy. Mañana todos tres deben levantarse a las
cinco de la mañana para darse un baño, cuidarse de la luz del sol hasta las
once y media y comer solamente sopa y
jugos.
Walter le quita la
tapa al tarro plástico, sus hijos y él sonríen
ante el sonido de las burbujas fermentadas, toma una totuma pequeña, la llena de Yagé, la
pone sobre el piso, hace algunas cruces
en el aire y reza muy rápido, luego me
la pasa y me dice que me la beba de un
solo trago, cierro los ojos y me la bogo
de un tirón, el líquido me baja espeso por el cuerpo, su sabor amargo con un dejo dulce me hace estremecer.
Después toman su hijo, su sobrino y por último él. Durante los 15 minutos siguientes nos pregunta a los tres
cómo nos sentimos, su sobrino dice que ya se siente mareado y quiere vomitar,
yo cierro los ojos, estoy sudando frío, Walter apaga la luz, sacude el sonajero
y empieza a cantar.
Ilustración: Jenny Valencia
Describir los
vocablos de la lengua Bue presentes en el canto de un aborigen Muruy no es
fácil, sus sonidos son abstractos, densos y misteriosos. Recordaré con cada uno de mis poros estas corrientes de
energía que me entran por la punta de los dedos mientras Walter canta. De
pronto siento que floto por encima de mi cuerpo. Cierro los ojos. En la
penumbra aparecen miles de pequeños rombos violetas y fucsias, los atravieso
hasta el otro lado y veo el rostro de un tigre de colores luminosos que
me mira.
Una arcada me
devuelve al cuerpo, abro los ojos, llamo a Manuel y de su mano voy hasta el
palo, le pido a las fuerzas poderosas de las que me habló Walter que con cada
arcada salga todo lo que no necesito. Vomito tres veces y vuelvo a sentarme, el
canto de Walter vuelve y me eleva hasta
un espacio oscuro e indefinido,
luego me llama a su lado, me unta
un potaje de olor muy fuerte entre las cejas, me sopla los oídos.
Espirales de luces
fucsias y amarillas se vierten sobre mí,
veo recipientes de cristal con ribetes
de oro colmados de un líquido rosado, la
mitad del rostro de Jesús de Nazareth, mis pies con las uñas pintadas de
violeta, un demonio que me acecha.
Ilustración: Jenny Valencia
Salgo al patio, he
vomitado unas quince veces, tomo aire y fuerzas a intervalos, miro el cielo
estrellado, Manuel me dice que Walter está terminando la última de las tres oraciones cantadas con las que invoca a las fuerzas que fluctúan sobre
nosotros, a quienes les pide por el
bienestar de quienes estamos allí.
Prenden la luz, los
movimientos de Walter dejan estelas de energía traslúcida que trasiegan el
aire, me miro las manos, tengo dos izquierdas y dos derechas, las de mi cuerpo
y las de mi espíritu. Walter empieza a interpretar mis visiones, a hablarme
sobre aspectos de mi vida que en las 12 horas que llevo de conocerlo jamás le
he contado, sus palabras me aclaran incógnitas. Me acuerdo del tigre de colores
que vi al principio del trance, sus cantos han aliviado mi espíritu.
Cuando amanece
camino hacia la carretera para volver a Leticia, antes de subirme al bus miro una vez más
hacia el sendero que conduce al Patio de
Ciencia Dulce, Walter se despide a lo
lejos, su imagen se difumina en la selva espesa.
Foto: Harold Pardey